Un cuento y yo.


Soy un escritor porque acabo de escribir un cuento. No tendría nada de raro si no fuera porque tú eres un personaje secundario de éste, el principal soy yo. Te siento en una silla tan estrecha, que te hace doler el trasero, yo estoy frente a ti, sentado de piernas cruzadas, en el suelo, como si fuera a meditar, pero no tengo aspecto de meditador.
Hay algo que te lleva a odiarme con una furia moderada, la llamas sospecha, pero luego crees que es tonto y hasta imposible pensar que yo tenga algo que ver con tu postura incómoda en esa sillita, a ver…esa sillita azul.
Hay algo extraño y empiezas a sentirlo cuando un leve impulso muere dentro de ti, quieres salirte de esa silla y adoptar mi postura que, evidentemente, es mucho más placentera, porque dibujo una sonrisa que te da envidia, pero no puedes, no es que lo intentes porque ni siquiera puedes intentar, como dije, es un impulso que muere dentro de ti.
Desesperas porque hago que desesperes, me divierto haciéndote sonrojar y tirando tus brazos hacia la plataforma de la silla, hago que contengas el aire porque escuché que así se reduce el volumen del cuerpo, aunque sea un poquito, y así dispones de un pequeño espacio para ubicar los dedos en los bordes de la silla y zás¡ hago que tires con toda la fuerza que te doy, que no es poca, pero igual sigues como pegado a esa horrible sillita amarilla, perdón, azul.
Hago que me insultes sin siquiera perturbar mi estado de calma, mi sonrisa se extiende todavía más y te da más rabia. Luego me pides ayuda, lo haces tartamudeando ¿qué te asusta?, yo?, como un niño travieso empiezo a carcajear, pero luego lo hago delicadamente, no vaya ser que pienses que soy cruel. Renuncias a cualquier esperanza de auxilio, me mantengo impasible, con las manos posadas en cada rodilla, quiero decirte algo y pongo la cara más solemne que tengo, apago mi sonrisa pero ésta se enciende incontrolable, entonces me conformo con una cara sonrientemente solemne, solemnemente sonriente, solemnemente risible, qué divertido. Olvido lo que tenía pensado decirte y bombardeo de silencio el ambiente.
Hago que las venas que surcan tu piel crezcan temerosamente, estás furioso y me asustaría si no lo podría controlar. Sacudes tu cuerpo, pero tu trasero no se despega de la sillita azul y lloras. Si vieras lo lindo que lloras, lo infeliz que te ves, conmueves, y todo gracias a mí.
Luego renuncias porque te faltan fuerzas, de golpe todo entusiasmo agonizante te abandona.  Has sido derrotado en una batalla inexplicable, agachas la cabeza y crees que es vergonzoso y lo es, pero nadie te ve. Tal vez porque te detienes en este último detalle, sueltas un suspiro como de resignación, un resoplido último. Y así, se acaba esto.
Te preguntarás por qué soy el personaje principal, si me he pasado todo el tiempo escribiendo de ti. Verás, es que el tipo en la silla soy yo, tú fuiste como otra conciencia, una paralela y pasajera que ahora se resigna a incorporarse a mí, sin ningún sentimiento abordándote, porque no eres ni viento, ni polvo, sólo unas letras que se abrazan y se diluyen precisamente por lo que representan ahora. Debo disculparme por este atropello.
Hay algo que debería aliviarte, algo así como una venganza que te hubiera gustado planear  y ejecutar: Después de todo, tampoco puedo salir de la silla.



J. Estiven Medina Ortiz

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