SUBMARINE MARIÁTEGUI SALINGER ROCK ADOLESCENTE NUEVA IZQUIERDA




Yo existo aquí con todas mis contradicciones
Jorge Pimentel
                                          
SUBMARINE es una película y Mariátegui un mito. 

Juntarlos en un solo artículo debe ser como preparar ceviche con mango. Muy posmoderno, dirá un intelectualillo. Veamos.
Cada época tiene una intuición personal de mundo y la nuestra es la mezcla, la fusión, la enfermedad de las ventanas. 

Piensa en el abanico de actos que realizas cuando te ubicas frente a una pantalla con miles de pixeles y laberínticas opciones. Abres una y otra y otra ventana cibernética. No hay mapas para nuestro caos. Somos una generación que no quiebra las cascaras, nos excita el exterior: los niños y niñas ya no rompen electrodomésticos para saber que hay dentro, ahora juegan desesperados en las redes y siguen las indicaciones de Dora la Exploradora. Homos computers. Fascinados por lo infinito, nuestro interior es amplio y misceláneo y hueco. Por algo somos fanáticos de los supermercados, nuevos museos de la época.  Y adictos a los selfies

Los niños y niñas  repiten palabras como “genial” y se crían bajo la indomable y avasalladora televisión. 

Todo se junta, mezcla, combina. La identidad es una fiesta de pixeles. 

Mientras redacto estas prosas apátridas, escucho a los Monos Árticos, bebo té con nescafé de sobre y observo con amor mis ejemplares de Mariátegui, ediciones populares y de bolsillo, afilados en mi biblioteca.

Submarine es una película de espíritu adolescente de Richard Ayoade, estrenada en el 2010 con música de Alex Turner (la baladita es lo máximo) y de sencillo argumento: muchacho raro, con mundo personal y una disyuntiva en marcha: salvar a sus padres a punto de separarse o a una muchacha que huye y ama. Muy indie, claro. 

Hay que entender la propuesta de la adolescencia desde la mirada salingeriana. Para Salinger, autor del librazo El guardián entre el centeno, la vida a los 17 es complejo resplandor de navajas. Por algo la palabra adolescente incendia: sentir mucho, andar raro, medio bipolar. Bajo esta bola de emociones hay una ética de vida: la sinceridad. No es gratuita la influencia, en una parte de la película, Oliver le regala el libro de Salinger a su novia diciéndole: una gran novela moderna de los Estados Unidos. Se lo regala porque necesitan tener algo en común “ahora que tienen sexo”

Y aquí conectamos con nuestro Amauta. Citemos: “Mi sinceridad es la única cosa a la que no he renunciado nunca” 

De Mariátegui se ha dicho mucho. Desde Flores Galindo hasta Henri Barbusse hay un consenso general, indiscutible: un crack en todo sentido, insuperable aún y atemporal por todos lados.
Alonso Rabí Do Carmo lo dijo bellamente: es el primer acto de fe en nuestro país. Mariátegui es un kamikaze rabioso, un Heracles ideológico, reúne la fuerza de Goku y Marx y todo profundamente andino. Sin calco, ni copia. 

Verástegui, en Taky Onkoy, le dedica unos poemas: 

Hay lecciones magistrales
La tuya, Mariátegui, es inevitable.

José Carlos pensó, desde la calle Washinton y en silla de ruedas, luminosamente. No solo desde una mirada fundamentalista, sino abierta, clara y compleja. Como pocos, es una luz y un hacha y un camino. Una verdad.

Su obra es, como escribe Carnero Checa, acción escrita. Vivió peligrosamente. 

Submarine y Salinger. Mariátegui y el rock adolescente. 

La sinceridad. Hay una fuerza vital y contradictoria. Mariátegui, a diferencia de los vacuos políticos actuales, muestra una pasión estridente. Si hubiera sido joven en nuestra época quizás fuera un punkrock: muchacho inquieto y desencantado del mundo.  En todo caso, le resultaría complicado ubicarse, definirse. 

Lo cierto es que hay una nueva ética, de seguro ya mainstrean, donde los jóvenes buscan un lugar y ser desesperadamente únicos. Se sobrevalora la adolescencia como único paraíso y se venden por decenas conceptos sobre los suicidios, la moda emo, los grupos de k-pop, entre otros. ¿Es la propuesta salingeriana otro prototipo para lavarnos el cerebro? Dudo que su idea en esencia, pero si lo que se hizo con ella como producto comercial. 

La cultura ya no la ubicamos como algo rígido y respetable, sino como multiforme. Crecemos copiado, comparado, asumiendo. Use, agite y tire: cultura fast food según Lipovesky. Tú eliges: o existencialista místico o reggetonero poeta. Sin embargo, prevalece la hipocresía: no es necesario ahondar, es aburrido profundizar. Usemos conceptos pastillas. Simples y hermosos como haikus y peligrosos como la coca cola. 

Ante ello, las propuestas de nuestro mediocre –MADE IN VIRÚ- ambiente son parecidas al pollo a la brasa: llena y encanta pero no engorda (dixit Antonio Chumbile)… No existen puntos medios, no hay debate, es negro o blanco todo para los viejos marxista. Casi religioso. (Punto vital para Mariátegui quién defiende los dogmas, porque la libertad absoluta es peligrosa. Y, por cierto, su búsqueda no solo fue política sino moral, es decir, religiosa) 

Y de colores mezclados, como polos rastas,  para nosotros. Por algo, los centros culturosos de izquierda, como el de Patria Roja o la Casa Mariátegui, adolecen de jóvenes. 

Hay una melancolía por crecer que canta la música pop, el rock más duro y las películas submarinas. Un miedo, un riesgo, un sinsentido. El absurdo es el nuevo traje de la individualidad. No hay fe sobre un futuro ni terquedad para buscar otro. Y crecer, en muchos casos, es la misma mierda: abotonarse la camisa y el éxito profesional. 

El patrón se repite pero tenemos podridos el alma. Somos adictos a la pereza; la inercia es el nuevo opio del pueblo. Muchos sociólogos piensan que todo esto nos conducirá a una sociedad más justa e igualitaria. No hagamos nada, se hará solo. 

¿Nos hace falta una guerra?

Es difícil escapar de las etiquetas, pero hágamosle frente. ¿Es posible una nueva izquierda que consuma cine yanqui, sea adicta a internet y fume mariguana? Una izquierda diletante, que no lee a Marx y pregona cambios sociales, repite discursos de siempre, las mismas arengas, y no osa sonreír por considerarlo infantil.

Lo cierto es que hay otro sentido, opuesto a todo, más diverso. Es posible, digo, ir leyendo a Mariátegui y escuchar a los Monos Árticos. Los problemas que tenemos exigen mucha atención. Son los mismos desde la independencia: corrupción y mierda expandiéndose vertiginosamente (dixit JuanRamirez)
Quizás mezclamos porque no tenemos religión ni dogmas. Mezclamos, tenemos libertad infinita: ya no hay son buenos o malos. 

En el arte hay ejemplos de la mezcla cultural:

Miguel Idelfonso tiene un gran poema donde José María Arguedas y Lou Reed comparten escenario.
Cachuca de los Mojarras mezcla el rock y la chicha.
La Sarita hace lo mismo con el huayno y el rock. 
Los cómicos ambulantes dictan cátedra de oralidad y cultura en las calles.
Por ahí va la cosa. 
Juan Ojeda odiaba a lo Beatles. 
Nuestra cultura es un turrón de doña Pepa mosqueado y sin dulces. Una feria de niños muertos y animales heridos. Bello como la marca Perú, dolorosamente.   

¿Puede la adolescencia ser otro modo de anestesiarnos?

Por julio Barco

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