“Una vida sin homicidios es
para mí como una vida sin alimentos para
ustedes”
Alexander Pichushkin (el
asesino del ajedrez)
Sonó el timbre del departamento, eran las
tres de la mañana, la madrugada era realmente asquerosa, estuvo lloviendo toda
la noche y Alberto lo sabía. Cada gota que chocaba contra su ventana era como un
cuchillo que cortaba su piel. Era muy sensible cuando algo detestaba y sobre
todo esos meses de lluvia; ni la pasta
básica le ayudaba a no perturbarse, solo se sentía como una piedra, pero a la
vez, ya no confiaba en nadie, todo era como una patada en las bolas y ya las tenía hinchadas. El timbre seguía sonando
y tocaban la puerta con insistencia, entró al baño a verse como estaba, vio sus
grandes ojeras y sus ojos hinchados. <<Mi cara es una mierda. ¿Quién
chucha será a esta hora?>>, se dijo a sí mismo. La puerta seguía sonando
con más prisa, tomó la botella de ron que
tenía en su escritorio, dio un sorbo enorme; el trago enjuagó su mal
tiempo y lo hizo sentir unos segundos de tranquilidad, la misma tranquilidad
que te ofrece una prostituta por treinta y cinco soles en uno de los cuartuchos
de la calle Víctor Lira. Abrió la puerta y antes sus ojos estaba Sofía, con sus
dos tetas que se hacían notorias por la locura de la noche que estaba viviendo
ella, y su tufo a alcohol y tristeza, con
su mirada de lechuza en invierno, dio cierta lástima a Alberto, pero él cuando
tiene lastima tiene odio. <<¿Qué
haces aquí?>>, le dijo. <<No
quiero contarte lo que me pasó, solo quiero pasar, déjame pasar>>,
respondió ella, ebria como estaba. Él la dejó entrar, se sentó en su cama. Ella
vio en la mano de su anfitrión el ron, le pidió, lo agarro y él no soltaba el
envase, porque Alberto es un laberinto, un laberinto donde no hay un minotauro,
hay miles de cíclopes, y muy hambrientos, no solo de carne sino también de
sexo; un laberinto donde no hay héroe griego ni posmoderno que sale vivo de él;
un laberinto que nadie sabe cuándo se construyó o si tendrá fin. Alberto suelta
la botella,… la joven bebe como si hubiera hecho un viaje en el desierto y su
sed fuera incontenible, caen gotas de la
bebida por los labios de la fémina —labios que el vio cuando ella tenía
quince años—
y le preguntó Alberto, <<cuántas veces te masturbas al día>>, él
quizá afectado con una culpa inconsciente, que cae como lluvia Arequipeña (de
manera imprevista) y por su timidez adolecente, aunque más que adolecente, siempre
fue reservado, se guardaba todos sus secretos, no conversaba con nadie y su
mirada perturbaba a sus compañeros, mirada de psicópata voyeur, hasta el culo
era su comportamiento. Ahí él en su habitación vuelve a los labios y sube a los
ojos apagados por el alcohol, o más que apagados parecían dos meteoritos
despistados de su ruta por el alcohol ingerido, <<¿Qué es esto?>>
Dijo ella, tomando un cuaderno de tamaño A4,
adornado en la portada con un collage surrealista donde la figura
principal era un cuchillo con la cabeza de una mujer. Ella hojeó y dentro
observó fotos de varias mujeres, la mayoría eran jóvenes. Entre cada fotografía
había unos escritos que parecían unos poemas, estaban hechos a mano, logro ver
rápidamente uno que decía, mientras hojeo con la sorpresa que ve quien descubre
algo que huele a cierta perversión sin explicación; sus dedos estaban ágiles y
ese texto decía: “Bendito sea cuerpo,
bendito sea el fragmento de tu piel, donde esté el encarnado y donde esté la
iluminación; ahí estará nuestra protección, y levantaremos nuestras patitas
expiando nuestras deudas y perdonando nuestro caos. Iluminación del verbo y la
carne…”
—Es mi cuaderno de arte —respondió con calma
a su interlocutora.
—Pero si tú estudias Economía —le increpó ella.
—Bueno tenemos un curso general y es de
práctica, por eso hay esos poemas y esas fotografías, te explicaría más y estas
borracha, mas yo estoy cansado.
Cuando uno bebe alcohol puede ser una
mina dejada en tiempos de guerra u olvidada, porque quisiste dejar sin pierna a
un niño en tierras orientales con conflictos religiosos-políticos, así va
sucediendo; Sofía está ebria, van minutos conversando y se mezclan con ji,jj,ji…
ja,ja,ja; Alberto está sentado a su lado, ella con su coquetería y bohemia
nocturna lanza sus brazos sobre el cuello de él. Sofía ya ingresó al laberinto
de Alberto, ya se perdió, los cíclopes están sueltos, estarán buscándola. El joven
la besa, ambos se besan, ya no es Alberto, ahora es un cíclope fuerte que no es percibido por la muchacha, solo por
los que ven más allá de la apariencia o los que no hacen caso lo que dicta un
manual de psicología. Alberto, el cíclope, la toma, le besa el cuello; ella
cede a las caricias, su cabello con sensualidad invita a que el libido crezca;
ambos están con furia juvenil, hay algo dentro de ella que hace denotar cierto
cansancio y dolor, pero parece no importarle y sigue ella; ayuda a desprender
su ropa al joven cíclope; las prendas
salen con ligereza. Ambos están hirviendo y desnudos, ella como hembra anfibia
abre sus piernas, él como macho y con su miembro obstinado entra en la joven.
Locos, sudorosos, gimen como caballos de guerra. En su solo ojo del joven ciclope
sale el odio, un maldito odio que ni él conoce, no sabe dónde se originó y a
veces se confunde si es odio o es un sentimiento de amor. Se acerca un poco más
a la cómoda cercana a su cama sin dejar de moverse sexualmente encima de Sofía,
del primer cajón saca rápidamente un puñal, que ella no alcanza a ver porque
sus ojos apuntaban al techo y disparaban placer. Sintió como si abriera pan,
cuando introdujo el puñal dentro de corazón de ella; su miembro seguía
sintiendo el calor y la humedad de la señorita muerta, cuando la sangre de esta
salpicaba su pecho; su sonrisa de ciclope, que mató a su víctima, era enorme,
era un cíclope bastardo, odiado y repudiado por el olimpo. La daga quedó
incrustada como bandera de victoria sobre un territorio ya conquistado, tomó el
cuello y lo apretó para rematarle. La cacería no había terminado, cogió el
puñal, su mirada no tenía ningún toque, por decirlo humano, era un cíclope,
totalmente desconocido; tomó uno de los senos de la difunta y los trozaba, cada
pedazo sangrante los llevaba a su hocico —ya no era boca—, perdió el sentido
humano, lo masticaba con placer y el rostro de la joven muerta expresaba horror
y la cama estaba totalmente ensangrentada; la misma operación hizo con el otro
pecho.
El ron que sobró en la botella siguió
bebiéndolo y decidió entrar a la ducha, en ese momento volvió a ser, para los
ojos que vemos más allá de toda apariencia otra vez, Alberto. Salió del baño,
el agua lo limpió de la sangre y limpió de todo cargo de conciencia que
cualquier persona podría tener —A veces nuestra moral nos persigue, nos
pusieron una moral por algún motivo y nos gusta tener una moral para estar
seguros de lo que hacemos—. Tomó el cuaderno donde estaban las fotografías de las chicas y
dentro de las hojas cayó una fotografía en blanco y negro, muy vieja, de un
monje budista al parecer, como nombre llevaba: Gauda Buda, el monje prohibido que comía senos para llegar a la
iluminación. Alberto volvió a guardar la fotografía entre las hojas y sonó
su celular, ya había salido el sol, a pesar de ciertas nubes, él contestó:
—¿Aló, con quien hablo?
—Soy tu mamá, hijo, te llamo muy urgente
porque tu prima Sofía ha desaparecido hace unos días de Moquegua y queremos
saber si fue a Arequipa, quizás la viste. Creo que tuvo problemas con su
enamorado o se fugó con él, no sabemos nada, si sabes algo nos avisas por favor.
—Ya, mamá, no te preocupes, te aviso si me
entero de algo, yo buscaré por aquí —Colgó.
Sacó una fotografía que tenía guardada,
estaba él con Sofía cuando tenían ambos diecisiete años, la pegó en una hoja
que daba inicio al supuesto cuaderno de arte, cogió un lapicero y cerca de la
imagen comenzó a escribir un rezo al estilo de poema.
Mario
Santiago Bey Quiroga
No hay comentarios:
Publicar un comentario