Día cinco
Duerme. Carraspea, transpira su cuerpo entero y carraspea
inconsciente. Resuella cada uno de sus poros debajo de tanta frazada y
maniacamente retuerce su cuerpo, Justo, sueña,
en un delirio de balbuceos. Chapalea en los mares de su pesadilla, en lo
oscuro, en lo triste de su hexaedro veintisiete metros en su dimensión. Ahí, Justo,
tu cuerpo y todos tus nervios haciéndote serpear a la deriva de ningún tiempo y
ningún espacio. No estás ahí, estás allá, más allá de tu cuerpo, más allá de la
mugre, la flema, más allá del añejo líquido que recorre tus arterias, Justo.
Muy allá en la mente, tan allá, Justo, tan lejos de ti, envuelto en tus harapos
que desvanecen con tu alrededor, con tus viejas carnes y tu tristeza; más allá.
Y todo es desesperar, temer, tiritar por tantos gritos, allá, en tus sueños, en
el terror profundo, inconsciente, y eterno, Justo. Las manos, las malignas
carcajadas, un oscuro pasadizo, rostros que aparecen desde todos lados hincando
tus nervios, asechando, entre pájaros negros y sombras de ancianas que van en
dirección contraria a la tuya, sollozando lamentaciones que llegas a oír tan
claras cerca a tus oídos, Justo, todas son iguales, sí, todas son tu madre
llorando, encorvada en sumisión ante la muerte, de negro, todas, levitando
hasta desvanecer en la oscuridad. Y siguen tus pasos desobedeciéndote, andando
a la deriva, ignorando tu miedo, Justo, yendo sin considerar tus retorcimientos,
y los gritos siguen, los pájaros de azabache impactante. Y ahí, Justo, asistiendo
tú a tu propio velorio, ahí el mismo demonio dando la ceremonia, de tez cruda y
bárbaras facciones, casi ocultando su cabeza calva y sus dos hermosos cuernos,
dentro de su larga sotana marrón. Los niños desnudos corretean divertidos, y
todos los concurrentes son tu madre, Justo, sollozando bajo la espesa e
infinita lluvia que baña a todos de una pena desgarradora. Entonces, ahí tu
enfermo corazón retumbando desde todos lados, ¡tucumtucumtucum! Empiezan a caer
gotas de sudor por todo tu rostro, y resuenan los gritos, las aves salvajes
descienden en picada, todas tus madres lloran, Justo, y ahí, el mismo demonio
sentenciándote a las mil hogueras por toda la eternidad. ─¿Y cómo les fue,
viejo?─ Don Anselmo arrastra hasta la mesa una silla y cae sobre ella
pesadamente─. ¿Acaso no resultó el bárbaro plan de Jerónimo, de entrar,
destruir todo y llevarse lo que se pueda?─ ríe, y se lleva un pedazo de papel
al oído derecho, hurgándolo profundamente. Justo, cabizbajo, bebe de su sopa,
tranquilo y soñoliento. Que no, responde, mientras mastica el pedazo de carnero
y suspira. Su mirada está como perdida, su rostro agrio merodea las mesas en
derredor: «Todos tan miserables como yo», piensa. Un hombre carga al hombro su jornada de vagabundo
buscador entre la basura, mientras grita que el Apra ha muerto, desde su mesa.
─¡El Apra no es el Apra, sino cualquier cosa!─ dice, golpea la mesa y todos
voltean a verlo, incómodos, irritados, o desinteresados. Justo continúa con su
escuálida sopa, sus gestos rumiantes alarman a Don Anselmo, quien no deja de
mirarlo de un modo despectivo. ─Pareciera que tienes setenta años, Justo ─dice─
¿Cuántos tienes, cuarentaicinco, cincuenta?─. Traga, sonríe, continúa subiendo
y bajando su cubierto, observa distanciado el rostro extrañado de Don Anselmo y
niega: Ni siquiera recuerdo, amigo, ni tengo cumpleaños, qué se yo. Justo, ahí,
tú sin el menor interés, ido en tus pupilas, y en el intenso olor a fracaso,
que llega hasta ti desde todos lados. Tiembla, transpira, tose, suspira, y
vuelven los ojos a sufrir por lo que ve: «… ¿y si no llega?, ¿si no le
intereso?, ¿si me tiene asco? ¡Maldita sea! ¡Dios mío!», piensa. ─…Y un cerdo
que todo se lo traga ─alcanza a oír─, eso es el Perú, lleno de pus desde
adentro, desde donde menos se debe, ¡qué
Apra ni qué nada! ¡No, yanoya! Todo corrupto, todo corrupto…─ Alza su puño y
maldice, mientras cruza la puerta con su costal en hombros y su agotado andar,
sin que sus palabras se detengan. Justo
sonríe indiferente. La tarde ha tornado solitaria, nostálgica, y sus segundos
se han ido estirando largamente en cada mirada, cada lánguida mirada de los
apenas tres concurrentes. Don Anselmo va culminando de limpiar una por una cada
mesa mientras se acerca. ─ ¿Por qué tan paciente, Justo? ─dice─ Pareciera que
esperaras a alguien─. Justo se resigna ante su plato y estira sus brazos en un
gran ademán tan lleno de plegarias: Esperaba a mi hijo ─dice─, a mi Jeremi;
pero parece que ya no vendrá.
Luis Ernesto
Luis Ernesto
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