Y
así su cuerpo se vuelve una quemadura todo con las rodillas flexionadas a la
altura de la cara. Se suceden estelas llameantes. Siente la vibración del piso,
suspendido en vértigo, flotando a 80 kilómetros por hora. Una roca
incandescente su existencia penetrando el túnel oscuro como misil.
Abre
los ojos y el pasillo se alarga infinitamente. Nada ocurre más que lo
inmediato. Todo se repite en una segunda narración del mundo. Se reinventa este
placer, esta sensación de, este placer, esta sensación de, este placer, esta
sensación de incendio; y entre ambas rodillas mete la cabeza. Nada pasa en el
silencio.
De
pronto, como colibrí estampándose contra el concreto, una seca desconexión del
vuelo. Un derrame a tropel. Diez mil hojas muertas cayendo al mismo tiempo.
Se
estira. Alzando la cabeza, mira todo. Recorre el lugar. Lo siente revelarse en
profundidad y superficie. Apoya la espalda casi recta. Aprieta el puño. En la
palma quema la humedad. Un zumbido como hormigueo vibra en su piel, asciende
hasta los oídos. El chirriar del movimiento, el romperse de las cosas. Lleva el
puño a la nariz.
Cierra los ojos.
Inhala.
J. Andrés Herrera
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