Te querré eternamente.


-        Bueno, nos vemos aquí dentro de cien años- Le dije.
-        Está bien, cien años- Dijo ella y sonrió.
Había sido muy amable al permitirme verla por última vez, yo no había insistido tanto, ella sabía que mis fuerzas habían sido recortadas por todo lo que nos hubo conmovido la noche anterior. Estábamos allí como si alguna presencia, elucubrada por nuestras palabras, nos fuera a conceder la división de nuestros cuerpos que habían ido replegándose entre sí en una forma usual de furiosa ternura, una operación de donde inevitablemente saldríamos convencidos de que hubiera sido mejor evitarlo, pero así eran las cosas en estos días, había que arriesgarse a morir en la noche invernal de las inexactitudes del amor. 
No puedo concebirme como un ser que va a desayunar en un lugar lejano sintiéndose solo, y mucho menos con una soledad impuesta con cierta injusticia por el tiempo, mis párpados de sueño no admitirían semejante estado de vacío en mis ojos. No podía dejarla irse de mí, en todo caso, quería irme también yo.  Ese último encuentro había sido meticulosamente diseñado por mi temor y rechazo de perderla y ejecutado con un cuidado que rozaba el ridículo sin ningún pudor.
Le dije hola y ella advirtió la prisa del saludo y lo sintió como la resonancia de unos latidos que fácilmente pudieron desubicar los pocos huesos que me quedaban y que no lo hicieron porque algo de esperanza tenían. Ella dijo hola con su voz bonita y yo rápidamente empecé a exponer los argumentos por los cuáles no podía, en ningún caso, abandonarme. No era posible vernos desde lejos levantando el brazo y moviéndolo de una lado a otro diciendo chau chau, espero verte pronto, no era posible porque mira, toda esta perfección aureolando a nuestro alrededor con esa luminosidad que sólo los dioses de buena suerte son dignos de portar, tiene que significar que las cosas pueden marchar bien. Porque mira, me he pasado unas buenas horas aprendiendo que el camino la hacen las hormigas con la paciencia despreocupada de quién no sabe que la muerte la infligen los hombres por pura casualidad. Ella sonreía produciendo un sonido extraño y delicioso y decía no y se ponía triste porque de golpe se daba cuenta que estaba abandonando su convicción para asumir mis argumentos como razones plausibles y habitables y sin embargo se volvía corriendo a ese refugio acorazado de forzada terquedad y terror por las heridas que no sanan con facilidad.
Al percibir que todo lo que le decía iba siendo desechado con pena y cierta insensibilidad obligada, no pude más que coger sus manos y apretarlas. En algún momento supe de lo vano e inaccesible de mis peticiones, entendí que ese diálogo sostenido entre un hombre testarudo y una mujer sensata era, en el mejor de los casos, la única forma de despedirnos.
Le dije que no podía ser el hombre que tomara el desayuno en un lugar lejano sintiéndose solo y ella dijo que tampoco podía verse en esa situación, que era triste estar solo así de ese modo, como lanzado al fondo frío de un día que no tiene final porque el anterior se superpone con nuestras ilusiones moribundas. Ambos sonreímos como haciéndole frente a ese dios que nos había juntado sólo para decirnos que no podía ser así y así lo asumimos después de pensarlo un rato con mucha tristeza, rabia y esperanza.
-        Bueno, nos vemos aquí dentro de cien años- Le dije.
-        Está bien, cien años- Dijo ella y sonrió.
Y abandoné sus manos y ella se fue intacta como el barco que deja al naufrago en un trozo de isla que era, en ese momento, mi cuerpo, yo esperé un buen rato por si acaso volviera corriendo a decirme que sí, que al diablo con todo, pero no. El viento de la noche era el tiempo que tenía para responder todas esas preguntas en mi cabeza.
Luego tuve que ir a casa y fui.
Llegué, encendí el televisor, me acomodé en el sillón y pensé “ojalá y los cien años pasen rápido”.

J. Estiven Medina Ortiz



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