Por Omar Livano
Al comenzar, la impresión que se tiene durante la lectura de
White noise (Ruido blanco. Traducido como Ruido de fondo) es de tedio. La
primera parte, Ondas y radiación, transcurre sin mayor relevancia. Como si el
norteamericano estuviera enmarcando escenas azarosas, sin ambición, con un
hálito posmoderno que por momentos obliga, al lector, a evaluar si vale la pena
o no seguir adelante.
Jack Gladney, profesor universitario que estudia con
vehemencia a Hitler, se ve no solo rodeado por una serie de personajes tan perturbados
como él, sino también empujado a situaciones pasajeras, con problemas triviales. O sea que no habría por qué
escandalizarse si, apenas en la página 60, uno comienza a desertar. Pero si hay
un buen rastro de detalles empiezas a notar los contrapuntos que van tejiendo
la psicología y posterior intervención de personajes. Entonces, avanzas las
páginas y Babette, esposa de Jack, resulta ser una suerte de hipocondriaca
egoísta perdida en una casa donde ambos (cada quien con hijos propios de sus
matrimonios fallidos) son lo versión más perturbada que se puede (des)configurar
en base a una familia norteamericana. O algo parecido a eso. Lo cierto es que
tanto él como ella comparten un temor que es, al fin de cuentas, lo único que
justifica al libro: la muerte.
La manera en que el consumismo, entre otros temas, es más
bien el telón de fondo, obliga a pensar si es que la intención de Don Delillo
no era sino convertir su novela en el retrato de una época. La tecnología,
aunque incipiente, juega roles determinantes en la actitud y posibilidades,
incluso decisiones, de los personajes. Y claro, uno piensa que todo esto no se
trata más que de una locura, una mala broma de Delillo matizada por un humor
que por momentos es negro y en otros patético. Pero ya estás enganchado con los
diálogos (Sobre todos los que incluyen a Murray, profesor como Jack, pero
especializado en Elvis Presley) o en las observaciones de las hijas que, a
pesar de su corta edad, parecen haber salido recién de una laboratorio donde la
inocencia y la fantasía infantiles fueron absorbidas hasta convertirlas pequeñas
gurús, observadoras y jueces de lo que va sucediendo.
Así, si se tiene el ímpetu para seguir, llegas a la carne de
la novela: Escape tóxico a la atmósfera. Pues por fin, toda la estructura
desorganizada y catabólica de la primera parte empieza a tener un sentido. Y es
con la irrupción de un suceso fortuito que la vida de los Gladney se tuerce por
completo hasta no parar. Un accidente químico. Una nube tóxica cuyo efecto era
producir una enfermedad de la que todavía no se sabía mucho (salvo que uno de
sus síntomas era un dejavú constante), pero que ya tenía medicamentos o formas
de tratamiento. El hecho sucede muy cerca de la casa de los Gladney, por lo que
estos se ven obligados a evacuar con todos los miembros metidos en el auto de
Jack. La tensión entre los personajes se agudiza. La tensión o la apatía. Como
sea, en medio de esa catástrofe uno huele la esencia trágica y a la vez absurda
de Norteamérica con relación al mundo “Esas cosas le ocurren a la gente pobre
que vive en zonas desprotegidas”. Luego se suceden más diálogos que en
apariencia no tienen un rumbo determinado, pero que siempre llegan a un rincón
de la mente, siempre aguijonean.
Más adelante Jack queda contaminado y lucha desesperado por
salvarse. Aunque no sabe de qué exactamente. Solo intuye, y esto le causa
pavor, que al final está la muerte. Sin embargo, toda esta búsqueda conecta con
su mujer y con la revelación un secreto del que su hija ya le hablaba en la
primera parte de la novela y que
entonces no era más que anecdótico. Resulta que Babette ingería unas pastillas
cuyo misterioso efecto era provocar una amnesia eutanásica. Lo que luego se desencadena
en más revelaciones, pues lo que uno ve en la primera parte no es más que la
superficie de lo que se descubrirá en la última: Dylarma. “Nos pasamos la vida
despidiéndonos de los demás. Pero ¿cómo despedirnos de nosotros mismos?”.
La novela continúa y la sensación de perder el tiempo ha
desaparecido por completo. Pero no ha sido fácil. Entender la literatura de Don
Delillo, por lo menos en Ruido de fondo, no es una tarea para lectores
primerizos. Hay que saber leer entre líneas y no esperar, incluso, un desenlace
redondo ni mucho menos épico. Hay que ir deshilvanando cada rastro y/o
aparición de los personajes, no solo para entender lo cómico de la novela, ni
la ironía por momentos irritante del narrador, Jack, sino también para
ubicarnos en la aproximación entre una época y otra. Es que después de Ruido de
fondo uno cree que aquello no está tan lejos de suceder, o quizá ya está sucediendo,
y no se puede sentir otra cosa que espanto. La muerte no es cosa del otro. “Los
hombres gritan al morir para que se les preste atención, para ser recordados
durante uno o dos segundos”.
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