Hijo de la derrota

Día siete


La tarde muere con sus ojos, lloran sus ropas, su historia, sus bolsillos, traga amarga saliva y resucita, balbuceando nauseabundo en el universo gris de su ebriedad: ¿Por qué no le dijo nada?, ¿por qué avanzaron sus pies, por qué? Porque todo está perdido, piensa. Piensa: si tan solo una vez más hijos míos, una vez más los pudiera ver, me iría tranquilo, y ya qué mierda la vida, porque ¿qué más hay? No, ya nada. El viento cruza intempestivo sus delicadas piernas, el mar bravío ruge sin tregua, allá, Justo. Un hombre a lo lejos le recuerda su desgracia, trata de ignorarlo, un eje de lento e irregular bamboleo, que zigzaguea su camino con mirada perdida, dando tres pasos apresurados y descansando en el cuarto, al punto equilibrado de casi irse de bruces; y bambolea, mientras se va acercando. Un poco más y se va al demonio, piensa, Justo, pero no es para tanto, viejo desgraciado, yo qué voandar así, no hermanito, dice,  descanse un rato y luego sigue. Descansa, arrinconando su macerado cuerpo junto  a Justo. Está enojado, refunfuñando indescifrables melodramas; la tarde se va haciendo noche, en un juego de amarillos, naranjas, púrpuras, violáceos, tintineando pequeñas lucecillas en la mitad del cielo que ha oscurecido, mientras ambos forasteros se van haciendo sombra. Mis hijos, los tres, dice, entre pucheros, mientras saca una bolsa negra de su viejo saco; mis hijos, mis tres hijos, repite, bebe, traga y se retuerce, entre pucheros, mis tres hijos. Justo oye sin atención, paseando sus ojos al ritmo de las olas salvajes a lo lejos. El hombre bebe, una gaviota cruza solitaria, casi invisible, el horizonte desvanecido. Chorrillos y sus rígidos pescadores pintan un cuadro lúgubre y nebuloso, Mis tres hijos, repite, muertos, muertos los tres. Justo despierta de su letargo y observa al infeliz, incrédulo. Cómo así, pregunta Justo, qué pasó, hermanito, indignado. Retuerce su mirada, desquiciado se limpia las lágrimas, en el mar, indeciso, los tres llevados por el mar, viejo, los tres, ya no puede contener los ríos de sus ojos, pero yo tengo la culpa, yo nada más, y que Dios me perdone, cómo así, hermano, cómo así, ha terminado de oscurecer, los botes arriban a las costas, a los muelles, viejos botes hechos de tristeza, y han cesado los vientos salvajes con que culmina cada tarde, no sé, yo no sé, se fueron, con el mar, y que Dios me perdone, Dios mío, tan chiquitito Julianito, cómo se me ocurre, cómo, desespera destruido, llevarlo mar adentro, qué imbécil, qué inútil he sido, y Dios me pagará cada una de mis penas, cada una, porque los otros dos nunca fueron buenos, observa a Justo, atento, los dos rufianes, hermano, como piratas los muy putos, pero yo tengo la culpa por enseñarles a nadar, viejo, y una noche de neblina no perdona a nadie, como piratas mis hijos, como tiburones, ¿te imaginas?, le alcanza la botella, Justo bebe, traga, y se alivia, invadiendo otros barcos, viejo, para sacar no sé qué mierda, pero quién sabe se habrán perdido en la densidad de la noche. Las playas de Lima son tan misteriosas, ¿no…? Me llamo Justo, Justo Salvatierra, para servirle, caballero, ríen y asienten, yo soy Julián Soto, viejo pescador de esta hermosa bahía, hijo de pescador, nieto de pescador, y déjeme contarle que mi abuelo, Carlos Eduardo Soto Huamancuri, humilde pescador, fue uno de los defensores del morro solar, ¿qué le parece?, bebe, sonríe, interesante, muy interesante amigo, déjeme contarle también, que yo no tengo historia, Justo niega con la cabeza, ¿y qué hace por aquí? No parece de aquí, Justo suspira, adolece, observa el horizonte detenidamente, vine a visitar a mi padre, que vive a unos cuantos kilómetros, pero no pude decirle nada, ¿se imagina?, nada, hermano, ni pude levantar la mirada, por viejas peleas,… (continuará)



Luis Ernesto

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