Sin título

Ya decía yo, que del cuerpo al siempre, hay mucha historia, mucha colina que sufrir, y ¡qué sé yo! Pero hay que ser francos y rendirle cuentas al corazón. Decirle, por ejemplo «oh, lo siento amigo mío, sucede que no hubo tiempo para el amar, sino que nos la pasamos odiando que odiando». Trágica verdad, que a fin de cuentas es toda la trama de cada cuento estancado en su trayecto. Es que, aunque yo la ame, no logro cubrir su distancia, y, aunque yo la ame, no ha servido serle suelo a su abismal hechura: loco el cuerdo, traga un sabor de agrios jamases.

Yo no intento, sino que te soy, del serlo por tus ternuras, hasta aplacar mi existencia, entero a tu palabra, a tu aroma, a tu silencio, como yendo al cuerpo, más allá del cuerpo, y rodear tu ternura con mi angustia, y besar mi felicidad dispuesta en tus labios. Pero… ya decía yo, que del cuerpo al estarnos, vence el viento las hojas, quiébrase la voz, volcando su proyecto de hacerse amor en la memoria, vaga esta sangre como licor añejo de amargas carnes, ¡y no te culpo! No, yo no, jamás, jamás en la sensación, y en el hacerte de memoria un cuerpo palpable y terso. Hay veces en que te voy siendo, para dejarme solo, un cuerpo uno y a la deriva, ida situación de la materia, que lleva tu nombre tras su sombra, ¡ida situación de la materia, que queda en la materia! Oh, lo malditos límites, las estrofas, los cuerpos; ya no sé si vengo de mi madre, o del punzante morir del tiempo, ya no sé. Y ya decía yo, que basta un gesto, para descuartizar la gloria, palabra con palabra subsecuente: trágica comedia, hilarante nostalgia que aflora desde tu imagen, hasta el muerto fuego que reina mi fosa.


Ya no sé qué vastedad podrá clamar tu ópalo de fecunda espera, tu arraigado amanecer de estarte al momento untada de no sé cuántos deseos. Pero ya decían los días reales, los que no afloran desde el alma, ingenuos, para sentirse bien con la posteridad; ya lo decían, ulterior a las yagas, al desarme, al quebradizo amarte, ulterior; ya decían, que del beso al punto de ebullición de nuestros suspiros, hay muchos mares que naufragar, muchos por los cuales ir cojeando la esperanza. Ya decía, ¡y qué sé yo de no serte a más de un simple quizá!


Luis Ernesto

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