Día tres
Anochece: piensa en
ella. Alza la vista, Justo, y sus veinte
cuadras a recorrer en peregrinación golpean contra sus piernas apagadas. Resuelve
resignarse. Camina, piensa, sueña en cada parte de su cuerpo. Piensa en ella,
mientras anda a la luz del gas de neón y las tétricas calles encienden su
corazón, Justo, su amor, su cálido arrullar entre viejas frazadas, sin nada más
que olor a humanos, entre sus grandes senos de madre solitaria. Veinte cuadras
hacia el sur, Justo, y serán cuarenta para regresar a casa. «..Qué importa, si
hace tiempo que no la veo», piensa, y su oscura sonrisa brilla moribunda en la
oscuridad de este viernes. Cruza la olvidada losa deportiva y sus viejos amigos
en lo oscuro lo observan incrédulos. ─Justo, ¿eres tú?─ pregunta Leónidas, con
voz cavernosa; le rodean tres personajes insomnes, y va girando entre ellos un
brebaje embotellado compuesto por el mismo demonio. ─Claro que eres tú, maldito
viejo sarnoso ─continúa─. Acércate, ¿o quieres que yo vaya hasta allá, Justo?─.
Duda, mira las doce cuadras delante de él. Descansa, sus agotados ojos vuelven
la mirada hasta el cuarteto que lo espera. ─¿Nunca cambiará el Leónidas
endemoniado?─ pregunta Justo, mientras se acerca. Entonces recuerda, gira,
hurga, huye su mente, revoloteando en el pasado como ágil serpiente entre sus
ojos, muy dentro: A las orillas del
río Rímac, Justo, a sus orillas pestilentes y mundanas, donde reiteradas veces
encendiste tu condena en un rincón agazapado y eterno, donde reiteradas veces
le prendiste fuego a tus pulmones, y el fuego rutilaba como pequeña estrella en
la inmensa oscuridad de la noche, a las orillas del seco río Rímac, del
pedregoso río y sus perros muertos, y sus salvajísimas ratas, Justo, donde
perdiste a tu familia, a tus hijos, a tu dignidad. Lloras a mares, «Es mi
vida», piensas, ─¡Es mi vida!─ gritas; y nadie te oye en la inmensa soledad de
tu desgracia. Tus acompañantes están inconscientes, entre sus frazadas, sus
pulgas y sus lamentaciones. Enciendes nuevamente tu condena, inhalas tus amarguras
y exhalas el alma que va ondulando, serpeando en la noche de luna llena y
sinsabores. Te acobijas tanto que pareces una roca más, inmensa, hecha de
huesos, carne y trapos. A la luz de la luna duermes sin pensar ya nunca más en
el mañana. ─…Tuvimos tantas batallas, hermano─ dice Leónidas, contento─. El
humo ronda disperso entre la reunión, la noche está callada y siniestra, a lo
lejos los perros aúllan un lamento que deja una sensación de nostalgia. Justo vuelve,
de un golpe en el hombro. ─Él no es mi
amigo, es mi hermano ─indica a los otros muertos─, ¿o no, Justo?─. Justo
asiente, sonríe, bebe un poco, y un profundo malestar lo ahoga desde sí,
orgánica consternación, cuando cada recuerdo se vuelve sensación. Entonces, se
despide, casi huyendo. No escucha los improperios, pero les siente su
agresividad. Sin voltear, coge nuevamente su recorrido. Tose, febril, anda,
escupe, tose nuevamente, y sueña, entonces, con sus anchos muslos, Justo, su
enorme sexo esperándote congestionado. Allí estará, esperándote, quizás soñando
también contigo, con tus palabras enjugando sus labios, con tu romance fugaz y
a la vez duradero. Regurgita agrias mezcolanzas, escupe, suspira y se persigna, mientras cruza la
vieja iglesia casi abandonada: «Qué será del padre José, en qué desgraciada
situación habrá caído», piensa, «con lo creyente que es la gente por aquí,
hasta habrá dejado de creer en Dios, Dios mío». Da un giro en la última esquina
de su recorrido, piensa en ella, sigue a paso trémulo hasta la entrada de su
quinta, piensa en sus senos, cruza el umbral en penumbras y su corazón da un
salto, piensa en sus piernas, mientras va adentrándose en la oscura cueva, y
piensa en su aliento de carnes aún fértiles, se detiene frente a su puerta, y
vuelve a dar un salto su enfermo corazón, se estremece, piensa: «no puede ser,
mujer». Ausculta la casa, que está viva de sonidos tan humanos; gimen,
susurran, Justo, como dos mamíferos dándose el uno al otro quién sabe cuántas
energías, se necesitan Justo, por entre los orificios de las viejas maderas de
aquella casa ahora tan ajena para ti, Justo,
vuelve, qué dirás, qué harás, a dónde ahora, con qué cara, cuarenta cuadras,
Justo, con qué fuerzas, ya para qué, justo. Piensa: «No pudiste esperarte, puta
de mierda».
Luis Ernesto
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