Hijo de la derrota



Día dos

Amanece, Justo. Entonces, Justo muere. Desvanece su alma mientras el catre cruje y su enclenque y moribundo cuerpo se dispone a levantarse. Dolor, dolor de fémures más húmedos que las roídas paredes; dolor que le recuerda su realidad. Atrás, muy atrás queda el sueño que entre tibias frazadas iba ondulando, aquel sueño donde libre volaba por cielos eternos, donde el olor del viento no tenía tiempo alguno, mucho menos nostalgia. Atrás, Justo, atrás queda. Siente su cuerpo, su desgracia, su dolor universal. «…Quién lo diría, Dios. ¿Acaso?, no, claro que no, ¿Dios?, no, claro que aún no estoy muerto», piensa, mientras mese sus huesos a través de la oscuridad. Frío, frío desde dentro, desde sus huesos. Cruza la puerta de su tristeza hexaédrica y se dirige al gran lavadero que aguarda al terminar del corredor como enorme pilón de aguas olvidadas, un remanso de verdes y putrefactas mezcolanzas, cicutina para cualquier incauto. Se entumece. Toca nuevamente el agua, se entumece nuevamente. Prepara el rostro para el impacto, y descarga un chorro gélido contra sus apagadas mejillas. Observa por encima del grueso e histórico adobe: invierno, manta gris, crudo amanecer que ahoga las esperanzas. Justo suspira. Frío, desde cada vértebra. «¡A caminar, se ha dicho!», piensa. «…Y sigo vivo, quién lo diría, ¿no? Luego de lo de ayer, hasta me creería inmortal». Ajusta las prendas de su cuello, hasta casi ahorcarse, y atraviesa la gran casa para ser presa de Julio y sus arranques. Cojea, levemente, danzando entre el albor opaco de las seis veinte de la mañana, mientras cantan los gallos sin ser oídos nada más que por el hombre que a todo se muestra indiferente. «…y luego esto, estas malditas rodillas que me matan, y maldito el frío, maldito el trabajo, maldita la vieja Mercedes… le hará falta un marido, seguro,  ¡quién sabe!» Frío, desde todos lados. La húmeda calle disuelve sus rígidos y fúnebres encajes con la invisible llovizna que se pierde entre todas las cosas. Tenue, lánguido, Justo recorre a paso perezoso las viejas calles de su infancia, las ruinas de lo que fue su infancia. ─¡Charles, qué haces ahí, viejo!─grita─¡Acaso otra vez en la porquería!─. Cruza el basural y sumerge sus pensamientos en el océano de su pasado. Había huido en diferentes ocasiones de la muerte, había corrido, caído, y desesperado se había arrastrado, se arrastraba, cojeaba, y de un golpe certero que le propinaron fue volcada su desesperación a un estado obnubilado. ─¡Despierta!─gritaron. Apenas pudo abrir un solo ojo, y la realidad lo recibió arrodillado, con el cañón largo de una Smith and Wasson 686, en la boca. ─Justo, el buen Justo ─una voz gruesa e irónica─, ahora querrás hablar, claro que sí, amigo─. El corazón galopa salvaje, encarrilando su respiración en un desenfrenado vaivén. Su pecho se infla y desinfla mientras no logra pronunciar palabra alguna, frente a  tres sombrías siluetas. Un duro golpe en el ojo ciego le hace escupir cuanta palabra pueda procesar sus dañadas fauces. ─Muy bien, muy bien ─asiente─, continúa, mi buen Justo…─. Cuando dejó de hablar, el cañón largo lo observaba. Desespera, se levanta y una gran descarga atraviesa su hombro izquierdo, obligándolo a caer y desmayar. Casi muere aquél día, «casi muero aquél día»,  piensa, mientras el día empieza a aclarar. Cruza el viejo mercado y le entregan el desayuno entregado los días de jornada.  Los pesados pies empiezan a agilizarse, y cuando llega a la obra ya es un hombre contento. ─Locura tremenda la de ayer─dice Jerónimo─. Hoy ya no te esperaba─. Justo aparece de un rincón con grandes botas y viejos trapos que resaltaban su oxidada musculatura. ─Uno estará viejo, pero no tanto─dice, mientras levanta el rostro y las grandes columnas se erigen nueve metros  en el cielo. Las máquinas empiezan a girar sus ejes, Justo coge una pala, y empieza a colmar las carretillas de arena. No, no se le notan los grilletes, ni tampoco la bola de hierro le pesa tanto, pero ahí están, y él los siente.

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