2. Sigo esperando

Anoche soñé contigo. El sol, como el bostezo de dios, suspendido sobre nuestras cabezas, escupía ese calor que tanto odiábamos recibir y al que nos referíamos, con frases ofensivas y tiernas en las canciones que escribíamos, en nuestros años de colegio.
Nos encontrábamos en una época compuesta por dos, superpuestas en una realidad desbordante de nostalgia y alegría polvorienta. Veía el cielo descolorido, los árboles tiesos, el suelo salpicado de desiguales islotes de hierba, olía a viejo y tu rostro era el de un muchacho que se ahogaba en la adolescencia y que emergía de pronto en una superficie de amargura y resignación a tener que vivir en una realidad completamente anacrónica a la trazada por nuestros sueños.  Tocabas la guitarra, alternando a veces el viejo sonido de tus manos sobre el instrumento, con renovados golpes de silencio que encontraban su mayor intensidad en las miradas de desconcierto que establecíamos al no hallar las palabras necesarias para recordarnos. Era claro que mi mente se deslizaba en un proceso de simbolización de mis inquietudes inconscientes, porque es lo que temo desde esa vez que me decías, por el celular, que ya estabas en el avión y que no me ibas a olvidar, como si sospecharas que al despegar de la tierra serías sometido a un nuevo régimen de vida, totalmente indiferente a la que llevábamos entonces.
Tantas veces imaginando tu rostro aporreado por los años y por esa vida dura de horario rígido, me dieron una idea vaga del rostro que tenías que llevar en el sueño y te puse uno triste, como cuando antes de llorar: los párpados a medio cerrar, la boca en una sonrisa inversa, la cabeza casi como una piedra de pena cayendo en el abismo del fracaso. Tal vez el sueño sólo era la mala reconstrucción de un recuerdo, pero nos encontrábamos más flacos y creo que morados, era evidente que el tiempo nos había atropellado con su bicicleta del mal y algo de nosotros había muerto hasta ser el morbo de la putrefacción. Entonces, nos teníamos allí, entre un año pasado y uno aún inexistente, mudos de palabras y expuestos a las dudas de si acaso esto era real o sólo la mutilada imaginación de alguno de nosotros. 
¿Qué andabas haciendo por allá?, te pregunté  y tú hiciste un gesto de indignación pues yo ya sabía, trabajando, dijiste luego, también estuve trabajando, te dije, y tú sonreíste y tus ojos eran dos animalitos dignos de adoración, pura mierda, dijiste y yo consentí esa frase con una carcajada insonora. Te dije que tocaras algo en la guitarra y, como antes, colocabas inseguro la mano rodeando el mástil y tocabas los restos de una canción que habías compuesto y yo te había ayudado a descomponer, aún sabíamos las letras y la cantábamos como un himno contra el hastío y contra la gente previniéndonos contra la inevitabilidad de la madurez y la exigencia de estar preparados para ir a su encuentro. Luego nos dejábamos aplastar por la contemplación de nuestros nuevos cuerpos, los restos de nuestra voz, alargadas, distendidas en el aire quieto, fungían de coronas (¿cómo mierda se llama eso que llevan los ángeles sobre sus cabezas?), estábamos, repito, muy flacos y muy morados, aunque todo el ambiente era de ese color, a ratos me daba la impresión de estar solo, frente a unos cuerpos sólidos y distantes y tú, sobre todo tú, te erigías como un monumento, homenajeando nuestros días inasibles y prestos a desarmarse en el hastío de la realidad.
El sueño no fue gran cosa y será que los sueños se gastan y se transforman en películas antiguas (moradas) de terror, de tristeza, de cansancio, que se proyectan en la mente mientras se duerme, como si fuera un sótano secreto cuyo acceso es inesperado, casual, accidental e indeseado.
Aún suelo leer las conversaciones que teníamos en el facebook, me decías que sí, que efectivamente estabas trabajando y cada vez que podías me enviabas fotografías, que tomabas con el celular, del establecimiento en donde trabajabas: una tienda, y yo veía las verduras, cosas dentro de frigoríficos gigantes, mientras me decías que no te dejaban entrar al facebook en horas de trabajo y yo pensaba cómo nos hemos traicionado. Luego volvía a mis asuntos: trabajar, aburrirme, todo era tan irritante, pero pensaba que iba a terminar pronto. Luego empezaste a decirme que regresabas en mayo, para tu cumpleaños, para embriagarnos hasta recorrer la ciudad como dos perros envenenados de amor y yo feliz por la noticia, pero no llegaste y en cambio llegó el mensaje de que venías en julio, para el aniversario de nuestro país desconocido, y nada, te quedaste allí y yo me preguntaba ¿por qué?, ¿qué tan difícil es desgarrarse de la trampa de ser adulto o ser un adulto ingenuo? y no sabía qué responderme, porque tampoco podía desgarrarme de esa trampa. Los días desfilaron delante de mis ojos, todos sostenían una fotografía tuya, todas distintas: ibas envejeciendo en cada una que pasaba.
Para entonces ya no quería soñar con nada del pasado, pues, a fuerza de insistir ilusamente, se volvía una enfermedad. Prefería concentrarme  en mis asuntos, escribía poemas, dos, tres cuadernos, cigarros dejados al viento por la ventana de mi cuarto, mi guitarra siempre deprimida, idiota, pinté mucho, quería ser pintor, te acuerdas? Tampoco funcionó. Sólo encontraba a la ciudad con su rostro enojado conmigo sin razón alguna, caminaba y sentía que me daban de patadas en el culo, regresar adónde, si ningún lugar es suficiente. 
Lamentaba no haber conservado tus poemas, aunque creo no me dejaste ninguna, he perdido todo desde entonces, salvo el recuerdo de las veces que intercambiábamos nuestros textos como si con ellos fuéramos a cambiar el mundo. Nos pudríamos en un pueblo pequeño, allí, donde todo crecía con la insolencia de creer que todo era único y nuevo.
Cuando recién te ibas a ese extraño país, montando un avión que nunca pude ver en el cielo, habías prometido tu regreso al cabo de un año, un tiempo soportable, ya van cinco y aún no retornas tu cadáver a este sepulcro de ilusiones. Sólo me dispongo a reír porque llorar, hermano, ya pasó de moda. A veces creo que volverás, a veces sueño que volverás, pero ya no espero y si lo hago, lo hago con la modestia de quién ha sabido sortear las crispaciones de la ansiedad.
Se me ocurre que quizá estás llevando la buena vida y que por eso no regresas, y que tal vez es lo mejor: apartarse de lo que no se mueve, actuar como el contragolpe, virar de dirección cuando las coordenadas no son más que un chiste absurdo. Te imagino y estás apuntando al mundo con un cigarrillo prendido entre los labios, con una soberbia eficaz y tan natural que llega a ser tierno, amenazándolo y exigiendo lo que te apetezca en ese momento: un buen perfume  de mujer más una mujer más sus palabras más un poco de su vida dispuesta a compartirla contigo, entonces imagino que se te escapa una sonrisa y el cigarro afloja un poco y está a punto de caer y cae y sigue cayendo y rebota en el piso y mientras se apaga, tu corazón late como si nada hubiera pasado, pues nada ha pasado. El mundo no transa con quienes no saben hacerlo.
Jugamos a sabernos los débiles, en contraste con quienes se empeñaban en ser más fuertes, sólo porque nos provocaba nadar a contracorriente, considerando además que esto no requería en absoluto el más mínimo esfuerzo (hábito que nosotros disfrutamos con devoción). Nos desplazamos por entre esa corriente, que a veces resumía muy bien nuestra tristeza (a veces no, porque no estábamos tristes), cuando caminábamos por la calle, de tarde y extrañamente silenciosos, me entretenía oyendo nuestros pasos y era como Tris- te- tris- te o a veces po-dri-do-po-dri-do, nuestros pasos a algún lugar donde pudiéramos fumar sin que nadie nos causara problemas.
Éramos la canción que buscábamos componer para gustar a algunos. Quizá sí, hurgábamos por otros caminos, posiblemente nuevos y por eso, con pocas probabilidades de triunfar, salvo cuando nos encontrábamos semiinconscientes de alcohol, trepados del pelaje de un cerro paternal, dejando nuestros ojos en las ramas de las visiones del futuro, que escapaban del agujero del abismo que vibraba bajo nuestros pies, atrayéndonos inevitablemente, ya sabes, y al que caíamos al día siguiente, la cabeza nos dolía y creíamos en cosas como el futuro benevolente, una manifestación sutil que invitaba a la esperanza, una cosa lo suficientemente bella como para creerlo.
Somos macizos  trozos de ayer, eso voy creyendo, ya que de ti no tengo más que una imagen desgastada y bella, aún, tus ojos con miedo, rabia, soledad, tristeza, furiosa alegría, torpe alegría, tus ojos y los caminos húmedos que se bifurcaban por tu rostro y es el camino que acaso ahora recorres, con una lentitud reivindicatoria, el cansancio que te moja el cuerpo, el trabajo, el horario delimitando tus huesos como si fueras un tiempo previsto y diseñado para el esfuerzo demoledor. Mis ojos lo mismo han querido perforar el cielo para que todo se desinfle como un globo de sueño, un cráneo dormido, pero no, mis ojos son estos, los que siguen estas mismas palabras (las que tú ves ahora, también) que no van sino a ese pasado al que no se puede llegar como no sea a través de un juego inútil de palabras que sin embargo son el único recurso al que puedo acudir. Esto de algún modo deber ser bueno.
Somos frágiles sobrevivientes de nuestra guerra interior (ornamentada de patetismo innecesario y necesariamente evitable) cansados  de perseverar en la debilidad como hábito, jugando primero a favor nuestro y luego, como el movimiento natural de quien se harta de servir al mismo bando, a favor del mundo, hediondo y maravilloso.
Habría que mandar algunas cosas al diablo, desmantelar algunas armaduras y quedarnos con lo que ya está aquí, a nuestros pies, y es la distancia inmedible la que se extiende como un par de alas destinadas a sobrevolar por la libertad, sea lo que significara ahora esa palabra en nuestras mentes.
Ayer es como un espejismo que se planta frente a mí cuando tengo frío. Ayer es tu cuerpo y el mío hechos rockstar’s en la maleza de las limitaciones de nuestros talentos y guitarras no eléctricas. Ayer es el canto provisional de nuestro futuro, o hablando soledosamente, del mío. Somos una generación partida por la mitad, estamos atados a nuestros propios cuerpos y esto puede ser perfectamente triste, pero soy cínico y estoy alegre.
Sólo no cambies (Sí, ya sé que es tarde para pedírtelo), para poder distinguirte entre la gente, una tarde cualquiera. Sólo no cambies te pido, yo ya cambié mucho, así que es imposible que me reconozcas entre la multitud que se aplasta tratando de imponer su cuerpo.
Quiero creer que esperar incrementa las posibilidades de que regresarás.



(1. Es de noche, tengo frío y 2.  Sigo esperando forman parte de DOS CUENTOS SOBRE LA DISTANCIA)


J. Estiven Medina Ortiz. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario