Anoche soñé
contigo. El sol, como el bostezo de dios, suspendido sobre nuestras cabezas,
escupía ese calor que tanto odiábamos recibir y al que nos referíamos, con
frases ofensivas y tiernas en las canciones que escribíamos, en nuestros años
de colegio.
Nos encontrábamos
en una época compuesta por dos, superpuestas en una realidad desbordante de
nostalgia y alegría polvorienta. Veía el cielo descolorido, los árboles tiesos,
el suelo salpicado de desiguales islotes de hierba, olía a viejo y tu rostro
era el de un muchacho que se ahogaba en la adolescencia y que emergía de pronto
en una superficie de amargura y resignación a tener que vivir en una realidad
completamente anacrónica a la trazada por nuestros sueños. Tocabas la guitarra, alternando a veces el viejo
sonido de tus manos sobre el instrumento, con renovados golpes de silencio que
encontraban su mayor intensidad en las miradas de desconcierto que
establecíamos al no hallar las palabras necesarias para recordarnos. Era claro
que mi mente se deslizaba en un proceso de simbolización de mis inquietudes
inconscientes, porque es lo que temo desde esa vez que me decías, por el
celular, que ya estabas en el avión y que no me ibas a olvidar, como si
sospecharas que al despegar de la tierra serías sometido a un nuevo régimen de
vida, totalmente indiferente a la que llevábamos entonces.
Tantas veces
imaginando tu rostro aporreado por los años y por esa vida dura de horario
rígido, me dieron una idea vaga del rostro que tenías que llevar en el sueño y
te puse uno triste, como cuando antes de llorar: los párpados a medio cerrar,
la boca en una sonrisa inversa, la cabeza casi como una piedra de pena cayendo
en el abismo del fracaso. Tal vez el sueño sólo era la mala reconstrucción de
un recuerdo, pero nos encontrábamos más flacos y creo que morados, era evidente
que el tiempo nos había atropellado con su bicicleta del mal y algo de nosotros
había muerto hasta ser el morbo de la putrefacción. Entonces, nos teníamos
allí, entre un año pasado y uno aún inexistente, mudos de palabras y expuestos
a las dudas de si acaso esto era real o sólo la mutilada imaginación de alguno
de nosotros.
¿Qué andabas haciendo por allá?,
te pregunté y tú hiciste un gesto de
indignación pues yo ya sabía, trabajando,
dijiste luego, también estuve trabajando,
te dije, y tú sonreíste y tus ojos eran dos animalitos dignos de adoración, pura mierda, dijiste y yo consentí esa
frase con una carcajada insonora. Te dije que tocaras algo en la guitarra y,
como antes, colocabas inseguro la mano rodeando el mástil y tocabas los restos
de una canción que habías compuesto y yo te había ayudado a descomponer, aún
sabíamos las letras y la cantábamos como un himno contra el hastío y contra la
gente previniéndonos contra la inevitabilidad de la madurez y la exigencia de
estar preparados para ir a su encuentro. Luego nos dejábamos aplastar por la
contemplación de nuestros nuevos cuerpos, los restos de nuestra voz, alargadas,
distendidas en el aire quieto, fungían de coronas (¿cómo mierda se llama eso
que llevan los ángeles sobre sus cabezas?), estábamos, repito, muy flacos y muy
morados, aunque todo el ambiente era de ese color, a ratos me daba la impresión
de estar solo, frente a unos cuerpos sólidos y distantes y tú, sobre todo tú,
te erigías como un monumento, homenajeando nuestros días inasibles y prestos a
desarmarse en el hastío de la realidad.
El sueño no fue
gran cosa y será que los sueños se gastan y se transforman en películas
antiguas (moradas) de terror, de tristeza, de cansancio, que se proyectan en la
mente mientras se duerme, como si fuera un sótano secreto cuyo acceso es
inesperado, casual, accidental e indeseado.
Aún suelo leer las
conversaciones que teníamos en el facebook, me decías que sí, que efectivamente
estabas trabajando y cada vez que podías me enviabas fotografías, que tomabas
con el celular, del establecimiento en donde trabajabas: una tienda, y yo veía
las verduras, cosas dentro de frigoríficos gigantes, mientras me decías que no
te dejaban entrar al facebook en horas de trabajo y yo pensaba cómo nos hemos traicionado. Luego volvía
a mis asuntos: trabajar, aburrirme, todo era tan irritante, pero pensaba que
iba a terminar pronto. Luego empezaste a decirme que regresabas en mayo, para
tu cumpleaños, para embriagarnos hasta recorrer la ciudad como dos perros
envenenados de amor y yo feliz por la noticia, pero no llegaste y en cambio
llegó el mensaje de que venías en julio, para el aniversario de nuestro país
desconocido, y nada, te quedaste allí y yo me preguntaba ¿por qué?, ¿qué tan
difícil es desgarrarse de la trampa de ser adulto o ser un adulto ingenuo? y no
sabía qué responderme, porque tampoco podía desgarrarme de esa trampa. Los días
desfilaron delante de mis ojos, todos sostenían una fotografía tuya, todas
distintas: ibas envejeciendo en cada una que pasaba.
Para entonces ya
no quería soñar con nada del pasado, pues, a fuerza de insistir ilusamente, se
volvía una enfermedad. Prefería concentrarme
en mis asuntos, escribía poemas, dos, tres cuadernos, cigarros dejados
al viento por la ventana de mi cuarto, mi guitarra siempre deprimida, idiota,
pinté mucho, quería ser pintor, te acuerdas? Tampoco funcionó. Sólo encontraba
a la ciudad con su rostro enojado conmigo sin razón alguna, caminaba y sentía
que me daban de patadas en el culo, regresar adónde, si ningún lugar es
suficiente.
Lamentaba no haber
conservado tus poemas, aunque creo no me dejaste ninguna, he perdido todo desde
entonces, salvo el recuerdo de las veces que intercambiábamos nuestros textos
como si con ellos fuéramos a cambiar el mundo. Nos pudríamos en un pueblo
pequeño, allí, donde todo crecía con la insolencia de creer que todo era único
y nuevo.
Cuando recién te
ibas a ese extraño país, montando un avión que nunca pude ver en el cielo,
habías prometido tu regreso al cabo de un año, un tiempo soportable, ya van
cinco y aún no retornas tu cadáver a este sepulcro de ilusiones. Sólo me
dispongo a reír porque llorar, hermano, ya pasó de moda. A veces creo que
volverás, a veces sueño que volverás, pero ya no espero y si lo hago, lo hago
con la modestia de quién ha sabido sortear las crispaciones de la ansiedad.
Se me ocurre que
quizá estás llevando la buena vida y que por eso no regresas, y que tal vez es
lo mejor: apartarse de lo que no se mueve, actuar como el contragolpe, virar de
dirección cuando las coordenadas no son más que un chiste absurdo. Te imagino y
estás apuntando al mundo con un cigarrillo prendido entre los labios, con una
soberbia eficaz y tan natural que llega a ser tierno, amenazándolo y exigiendo
lo que te apetezca en ese momento: un buen perfume de mujer más una mujer más sus palabras más
un poco de su vida dispuesta a compartirla contigo, entonces imagino que se te
escapa una sonrisa y el cigarro afloja un poco y está a punto de caer y cae y
sigue cayendo y rebota en el piso y mientras se apaga, tu corazón late como si
nada hubiera pasado, pues nada ha pasado. El mundo no transa con quienes no
saben hacerlo.
Jugamos a sabernos
los débiles, en contraste con quienes se empeñaban en ser más fuertes, sólo
porque nos provocaba nadar a contracorriente, considerando además que esto no
requería en absoluto el más mínimo esfuerzo (hábito que nosotros disfrutamos
con devoción). Nos desplazamos por entre esa corriente, que a veces resumía muy
bien nuestra tristeza (a veces no, porque no estábamos tristes), cuando
caminábamos por la calle, de tarde y extrañamente silenciosos, me entretenía
oyendo nuestros pasos y era como Tris- te- tris- te o a veces
po-dri-do-po-dri-do, nuestros pasos a algún lugar donde pudiéramos fumar sin
que nadie nos causara problemas.
Éramos la canción
que buscábamos componer para gustar a algunos. Quizá sí, hurgábamos por otros
caminos, posiblemente nuevos y por eso, con pocas probabilidades de triunfar,
salvo cuando nos encontrábamos semiinconscientes de alcohol, trepados del
pelaje de un cerro paternal, dejando nuestros ojos en las ramas de las visiones
del futuro, que escapaban del agujero del abismo que vibraba bajo nuestros
pies, atrayéndonos inevitablemente, ya sabes, y al que caíamos al día
siguiente, la cabeza nos dolía y creíamos en cosas como el futuro benevolente,
una manifestación sutil que invitaba a la esperanza, una cosa lo
suficientemente bella como para creerlo.
Somos macizos trozos de ayer, eso voy creyendo, ya que de
ti no tengo más que una imagen desgastada y bella, aún, tus ojos con miedo,
rabia, soledad, tristeza, furiosa alegría, torpe alegría, tus ojos y los
caminos húmedos que se bifurcaban por tu rostro y es el camino que acaso ahora
recorres, con una lentitud reivindicatoria, el cansancio que te moja el cuerpo,
el trabajo, el horario delimitando tus huesos como si fueras un tiempo previsto
y diseñado para el esfuerzo demoledor. Mis ojos lo mismo han querido perforar
el cielo para que todo se desinfle como un globo de sueño, un cráneo dormido,
pero no, mis ojos son estos, los que siguen estas mismas palabras (las que tú
ves ahora, también) que no van sino a ese pasado al que no se puede llegar como
no sea a través de un juego inútil de palabras que sin embargo son el único
recurso al que puedo acudir. Esto de algún modo deber ser bueno.
Somos frágiles
sobrevivientes de nuestra guerra interior (ornamentada de patetismo innecesario
y necesariamente evitable) cansados de
perseverar en la debilidad como hábito, jugando primero a favor nuestro y
luego, como el movimiento natural de quien se harta de servir al mismo bando, a
favor del mundo, hediondo y maravilloso.
Habría que mandar
algunas cosas al diablo, desmantelar algunas armaduras y quedarnos con lo que
ya está aquí, a nuestros pies, y es la distancia inmedible la que se extiende
como un par de alas destinadas a sobrevolar por la libertad, sea lo que
significara ahora esa palabra en nuestras mentes.
Ayer es como un
espejismo que se planta frente a mí cuando tengo frío. Ayer es tu cuerpo y el
mío hechos rockstar’s en la maleza de las limitaciones de nuestros talentos y guitarras
no eléctricas. Ayer es el canto provisional de nuestro futuro, o hablando
soledosamente, del mío. Somos una generación partida por la mitad, estamos
atados a nuestros propios cuerpos y esto puede ser perfectamente triste, pero
soy cínico y estoy alegre.
Sólo no cambies
(Sí, ya sé que es tarde para pedírtelo), para poder distinguirte entre la
gente, una tarde cualquiera. Sólo no cambies te pido, yo ya cambié mucho, así
que es imposible que me reconozcas entre la multitud que se aplasta tratando de
imponer su cuerpo.
Quiero creer que
esperar incrementa las posibilidades de que regresarás.
(1. Es de noche,
tengo frío y 2.
Sigo esperando forman parte de DOS CUENTOS SOBRE LA DISTANCIA)
J. Estiven Medina Ortiz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario