1. Es de noche, tengo frío

La oscuridad sirve para perder el cuerpo, para empequeñecerlo, para reducirlo al único gesto necesario para vivir, queda la irreductible esencia de la honestidad que no es más que un armazón ocultando la necesidad o al menos el requerimiento de algo, de alguien en algún momento. La oscuridad es la comprobación de que la luz es transitoria, de que inevitablemente volveremos a ser esto: un cuerpo perdiendo los contornos y recogiendo apenas lo poco que puede reconocer de sí mismo.
Iba pensando en la oscuridad porque en eso se había convertido mi cuarto, la bombilla eléctrica hacía varios días que se había fundido y no encontraba los ánimos necesarios para conseguir otra y reemplazarla. Quizá era el castigo que me infligía inconscientemente por no haber podido o siquiera intentado retenerte, o es que montaba de ese modo el ambiente necesario para pensar en las cosas que se estaban yendo contigo y en cómo aquello se iba convirtiendo en una derrota.  Entonces, me sentía como un gusano, un gusano que ondulaba tempestuosamente  el cuerpo por las accidentadas formaciones de los edredones sobre mi cama, apuntando tenazmente mi cabeza como una flecha  tardíamente lanzada  en un combate donde no queda más que desierto, quería llegar a la almohada y reposar un poco, tenía que trabajar al día siguiente, sumergir mi cuerpo en la ciudad y conversar algo sobre lo bien que andaba la vida, porque, bueno, mi cuarto quedaba lejos y con él toda noción de que algo andaba mal, al menos era lo que pensaba cuando a veces trataba de medir la distancia que se iba acrecentando entre los dos, ya que el cálculo lo realizaba partiendo desde mi habitación y aunándola hasta el punto desconocido donde te encontrabas, no desde donde ahora estaba, un punto excluido, insensible y luminoso.  
El cielo ennegrecía, la ciudad se armaba de luces y yo volvía a mi habitación, inmediatamente cogía el papel donde habías escrito aquella frase y yo sonreía al leerla, porque el hecho de no convencerme, no impedía que la distancia siguiera extendiéndose, casi como si yo fuera un personaje accesorio y prescindible, sabiendo que no era así. Sabía, además, que lo habías hecho apenada, que eras, entre los dos, la que mejor había sabido cultivar el dolor y que por eso mismo debías terminar a pesar de que yo terminara siendo una estatua sonriente, cogiendo un papel donde me pedías que te olvidara. No iba a poder, obviamente, por eso sonreía y por eso dejaba de sonreír y por eso la oscuridad funcionaba tan bien como un refugio.  
¿Que habría que pasar por sobre mi nombre para que cayera como una hermosa lluvia sobre tu cabeza? ¿A qué argumentos tendría que recurrir para terminar aposentado en  tu mente como si fuera una enfermedad hermosamente obsesiva? Quería quedarme contigo pero era inevitable que me rechazaras, era hasta el máximo gesto de amor, ¿no?
 Ahora, no puedo hacer otra cosa que esto, quiero decir, intentar obedecerte y no lograrlo, porque esta oscuridad me reduce a un sólo pensamiento y a una sola necesidad y, considerando el hecho de tu ausencia, todo se hace lo que ya existe aquí y es como lo dispuse, anteponiéndome a las ilusiones, desacreditando su cualidad de luz, estoy tratando de obedecerte, trazando el mapa de nuestro improbable encuentro  y sometiéndolo a la oscuridad y no lo estoy logrando y casi no importa y lo poco que importa no funciona.
Abrí la ventana que da a la calle y asomé el cuerpo y vi el camino iluminado desigualmente por lo postes de luz, y pensé en lo bien que me haría salir a caminar, abandonar la trampa sin fin de mi cuarto, darme una tregua y volver a la lucha, por decirlo de un modo exagerado.
Salí sin dudar, cerrando la puerta con una brusquedad inusitada, como si estuviera cerrándose por siempre, pensando en esto, revisé los bolsillos de mi pantalón y las llaves no estaban, no las había cogido de la mesa donde siempre las dejaba puntualmente, había cerrado la ventana por dentro, creí que no había nada por hacer salvo romper el vidrio, pero tampoco quería hacer aquello. El camino me reclamaba en un tímido susurro, le hice caso, sabiendo que no encontrarte era también la posibilidad de perderme creyendo que te encontraría, era inútil creer en eso, pero ¿qué iba a hacer? La ciudad era la luz que continuaba a la oscuridad de mi habitación. Olvidarte era, de lejos, tu petición más ingenua y el hecho de recordarte sólo podía ser aplacado caminando, creyendo imitar el rumbo de  tus pasos.


J.  Estiven Medina Ortiz.


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