La oscuridad sirve
para perder el cuerpo, para empequeñecerlo, para reducirlo al único gesto
necesario para vivir, queda la irreductible esencia de la honestidad que no es
más que un armazón ocultando la necesidad o al menos el requerimiento de algo,
de alguien en algún momento. La oscuridad es la comprobación de que la luz es
transitoria, de que inevitablemente volveremos a ser esto: un cuerpo perdiendo
los contornos y recogiendo apenas lo poco que puede reconocer de sí mismo.
Iba pensando en la
oscuridad porque en eso se había convertido mi cuarto, la bombilla eléctrica
hacía varios días que se había fundido y no encontraba los ánimos necesarios
para conseguir otra y reemplazarla. Quizá era el castigo que me infligía
inconscientemente por no haber podido o siquiera intentado retenerte, o es que
montaba de ese modo el ambiente necesario para pensar en las cosas que se
estaban yendo contigo y en cómo aquello se iba convirtiendo en una
derrota. Entonces, me sentía como un
gusano, un gusano que ondulaba tempestuosamente el cuerpo por las accidentadas formaciones de
los edredones sobre mi cama, apuntando tenazmente mi cabeza como una
flecha tardíamente lanzada en un combate donde no queda más que
desierto, quería llegar a la almohada y reposar un poco, tenía que trabajar al
día siguiente, sumergir mi cuerpo en la ciudad y conversar algo sobre lo bien
que andaba la vida, porque, bueno, mi cuarto quedaba lejos y con él toda noción
de que algo andaba mal, al menos era lo que pensaba cuando a veces trataba de medir
la distancia que se iba acrecentando entre los dos, ya que el cálculo lo
realizaba partiendo desde mi habitación y aunándola hasta el punto desconocido
donde te encontrabas, no desde donde ahora estaba, un punto excluido,
insensible y luminoso.
El cielo
ennegrecía, la ciudad se armaba de luces y yo volvía a mi habitación,
inmediatamente cogía el papel donde habías escrito aquella frase y yo sonreía
al leerla, porque el hecho de no convencerme, no impedía que la distancia
siguiera extendiéndose, casi como si yo fuera un personaje accesorio y
prescindible, sabiendo que no era así. Sabía, además, que lo habías hecho
apenada, que eras, entre los dos, la que mejor había sabido cultivar el dolor y
que por eso mismo debías terminar a pesar de que yo terminara siendo una
estatua sonriente, cogiendo un papel donde me pedías que te olvidara. No iba a
poder, obviamente, por eso sonreía y por eso dejaba de sonreír y por eso la
oscuridad funcionaba tan bien como un refugio.
¿Que habría que
pasar por sobre mi nombre para que cayera como una hermosa lluvia sobre tu
cabeza? ¿A qué argumentos tendría que recurrir para terminar aposentado en tu mente como si fuera una enfermedad
hermosamente obsesiva? Quería quedarme contigo pero era inevitable que me
rechazaras, era hasta el máximo gesto de amor, ¿no?
Ahora, no puedo hacer otra cosa que esto,
quiero decir, intentar obedecerte y no lograrlo, porque esta oscuridad me
reduce a un sólo pensamiento y a una sola necesidad y, considerando el hecho de
tu ausencia, todo se hace lo que ya existe aquí y es como lo dispuse,
anteponiéndome a las ilusiones, desacreditando su cualidad de luz, estoy
tratando de obedecerte, trazando el mapa de nuestro improbable encuentro y sometiéndolo a la oscuridad y no lo estoy
logrando y casi no importa y lo poco que importa no funciona.
Abrí la ventana
que da a la calle y asomé el cuerpo y vi el camino iluminado desigualmente por
lo postes de luz, y pensé en lo bien que me haría salir a caminar, abandonar la
trampa sin fin de mi cuarto, darme una tregua y volver a la lucha, por decirlo
de un modo exagerado.
Salí sin dudar,
cerrando la puerta con una brusquedad inusitada, como si estuviera cerrándose
por siempre, pensando en esto, revisé los bolsillos de mi pantalón y las llaves
no estaban, no las había cogido de la mesa donde siempre las dejaba
puntualmente, había cerrado la ventana por dentro, creí que no había nada por
hacer salvo romper el vidrio, pero tampoco quería hacer aquello. El camino me
reclamaba en un tímido susurro, le hice caso, sabiendo que no encontrarte era
también la posibilidad de perderme creyendo que te encontraría, era inútil
creer en eso, pero ¿qué iba a hacer? La ciudad era la luz que continuaba a la
oscuridad de mi habitación. Olvidarte era, de lejos, tu petición más ingenua y
el hecho de recordarte sólo podía ser aplacado caminando, creyendo imitar el
rumbo de tus pasos.
J. Estiven Medina Ortiz.
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