¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!


Hay veces en que me siento en el pasado
─y sus asientos no son tan cómodos, que digamos─, para alinear verbal e interiormente las enseñanzas que nos da el recorrido que hace el tiempo por entre nosotros. Decir al fin que el tiempo no es tiempo, sino que languidece como una sucia trampa laberinto puerta con quién sabe cuánto sinsentido; que los límites existen sin lugar alguno a reclamo; que Dios es un hombre uniformado y sumamente autoritario; que para todo calla el universo, en un silencio sepulcral milenario y avasallador. Dónde buscar, ¿entonces? Si por supuesto la materia ha de trascender en vacío, o nada, o recuerdos, fotos, palabras, o la dulzura de un ser humano que ya se ha ido. Yo no sé, si lo sido sigue siendo, o lo humano es más que pasos y palabras, más que dolor o estar contento, más que trabajar e ir muriendo. Y quién llega a descifrarlo, ¡quién, si no nosotros!, quién busca sin destino un hueco que aún no cubrimos con la razón, la ciencia, ni la religión, ni la simple convicción de un padre sumamente atravesado por el dolor que causa la muerte.

«¿Dónde, Luis, dónde?», regurgita mi hermano. Entonces va, va de amar a estar llorando por lo sido; vuelve ido, loco, disperso, como para cada hora de estar ausente, y llega a ausentarse nuevamente al punto de estar en todos lados. Corre, huye, llora con un silencio lastimero y mordaz. Huye hasta de sí, o de recordar, queriendo encontrarla, queriendo descifrar qué tan muerta ha resultado después de aquél doloroso sepelio, después de haber sido enterrada tres increíbles metros bajo tierra. Huye, vuelve, huye, y de sí desgarra toda esencia, hasta crujir y desprenderse una atemporal sustancia de sus ganas, porque no soporta quedar tanto en su cuerpo; mientras su niña, su hija, ella fluye con tanta distancia a lo largo de todas las infinitas dimensiones; y resulta increíble para tus humanos pasos soportar lo lejano que significa dejar de existir. Y tan limitado vuelves a casa, vuelves al regazo creer en otro lugar, uno para ella, apacible e inmortal. «¡Dónde, Luis, dónde!», dice, «quisiera saber dónde, y poder estar tranquilo, sabiendo que me espera, sabiendo que algún día la volveré a ver», continúa, «pero todo me engaña, hasta la Biblia». Y yo sufro al no poder satisfacer sus dudas, sufro como humano, como mortal, como ser limitado e ignorante. Quizá algunas cosas aún no se deben saber, y quizá aquélla información no sea necesaria para continuar esta fantasía, esta locura de estar vivo; pero ningún razonamiento le quitará el dolor a mi hermano.


Luis Ernesto

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